En el pueblo de mis padres,
Curiel de Duero, siempre hubo un solo bar, por lo que éste siempre ha sido el
punto de reunión, (junto con las bodegas), de todos los vecinos del pueblo. De
mi infancia y adolescencia recuerdo pasar muchos ratos en él, puesto que
también hacía las veces de centro recreativo o social, más aún cuando pusieron
un billar americano.
Aquello fue una especie de
revolución. Con la presencia del billar, el tiempo que pasábamos en el bar
empezó a ser mucho mayor. Sirvió para que una buena parte de la gente del
pueblo aprendiera a jugar y, de tanto jugar, casi todos acabáramos teniendo un
buen nivel de juego. Incluso había días en los que era difícil pillar la vez, a
pesar de que el número de jugadores no era muy elevado.
Aunque hubo momentos en los que
fue sustituido por un futbolín, el billar formó parte del decorado de aquel
viejo bar hasta que fuera cerrado años más tarde, (realmente fue sustituido por
el actual). Incluso fue incluido dentro de las competiciones que formaban parte
del cartel de las fiestas del pueblo.
Curiosamente, la última vez que
el billar formó parte de las fiestas de Curiel, me apunté junto con Emilio “el
andaluz”, un chaval que aunque vivía en Pilas (Sevilla) pasaba los veranos en
el pueblo, ya que su madre era curielana y se quedaba en casa de unos
familiares.
Por aquel entonces yo jugaba
bastante bien al billar y, como me gustaba jugar, pasaba bastante tiempo
jugando. A partir de ganar unas cuantas partidas jugando con Emilio, éste me
propuso que nos apuntáramos juntos en el campeonato de fiestas. Yo ya me había
apuntado al Campeonato de Mus, por lo que iba a tener poco tiempo para jugar al
billar, pero ante su insistencia acabé apuntándome con él.
No recuerdo a quiénes fuimos
eliminando ni el número de eliminatorias que tuvimos que superar para llegar a
la final. De lo que me acuerdo es de la confianza ciega que tenía Emilio en mí
y de lo motivado, eufórico y seguro que estaba de que íbamos a ganar. Cada vez
que jugábamos él daba por hecho que ganábamos porque “éramos los mejores” y
cada vez que yo tenía una bola
complicada, él ya daba por hecho que la metía, porque “esa bola sólo yo era
capaz de meterla”. Así hasta la última bola de la partida definitiva, en la que
teníamos que meter la bola negra en uno de los dos agujeros del centro. Cuando
me tocó tirar tenía la bola negra en el centro del billar y la bola blanca
justo dentro del punto de salida. A pesar de que el tiro era más que
complicado, pues la bola negra tenía que salir con una trayectoria
perpendicular a la de la bola blanca, Emilio ya estaba celebrando el triunfo
dando por hecho que la iba a embocar. Tal y como él decía, “sólo había que
darle el efecto ése que le daba a la bola blanca y ya estaba”. Como en ese
momento, totalmente influenciado por Emilio, lo que pensaba es que era difícil
que fallase el tiro, que era capaz de meterla eso y que no había quien nos
pudiera ganar, eso lo que hice, apuntar y, sin pensarlo demasiado, darle a la
bola blanca con la dirección y el efecto necesario para dirigir a la bola negra
hacia el agujero central del billar. La bola negra entró y ganamos el
campeonato.
Sin duda jugué con el mejor
compañero que podía jugar, un motivador nato que confiaba ciegamente en mí, lo
que produjo que jugase influido por el denominado efecto Pigmalión.
El efecto Pigmalión es el suceso
que describe como la creencia que una persona tiene sobre otra influye
directamente en el rendimiento de esta última, por lo que existe una relación
directa entre las expectativas que hay sobre una persona y el rendimiento que
se obtiene de ésta. Así, cuanto mayor sea la expectativa depositada sobre una
persona, mejor rendimiento obtendrá ésta y viceversa.
El efecto Pigmalión tiene su
origen en la mitología griega. El poeta romano Ovidio cuenta en su obra “Las metamorfosis”,
la historia de Pigmalión, rey de Chipre y escultor que esculpió una estatua de
marfil a la que dio una belleza con la que ninguna mujer podía nacer y se
enamoró de su propia obra, a la que llamó Galatea y a la que trataba como si
fuera una mujer real. Tal fue el amor que le procesaba a su escultura que solicitó
a los dioses que le infundieran vida y lo realizó con tanta pasión que la diosa
Afrodita la convirtió en una mujer de carne y hueso. Este suceso fue nombrado
como el efecto Pigmalión ya que superó lo que esperaba de sí mismo.
Este término fue acuñado por el
psicólogo social Robert Rosenthal a raíz de unos experimentos realizados en
1965 en una escuela californiana junto con Lenore Jacobson (director de esa
escuela) que produjo lo que ellos bautizaron como el “efecto Pigmalión”, cuyos
resultados publicaron en 1968 en el libro “Pigmalión en el aula”.
El experimento llevado a cabo por
los autores consistió en proporcionar información falsa a los profesores sobre
el potencial de aprendizaje de los alumnos de una escuela de San Francisco en
función de un test que los alumnos supuestamente habían realizado, aunque en
realidad los alumnos habían sido escogidos al azar, sin relación alguna con el
resultado del test. El experimento certificó que aquellos alumnos de los que
los profesores tenían mayores expectativas acabaron mostrando un mayor
crecimiento intelectual que el resto de los alumnos cuando fueron evaluados en
los meses posteriores, por lo que pudieron llegar a la conclusión de que el
desarrollo intelectual de los estudiantes resulta en gran medida una respuesta
a las expectativas de sus profesores y la manera en que estas expectativas se
transmiten. También obtuvo el efecto contrario con alumnos de los que se tenían
peores expectativas.
Existiría, por tanto, un efecto
Pigmalión positivo y un efecto Pigmalión negativo. El positivo afianzaría la
cualidad o aptitud del sujeto mediante el aumento de la autoestima del sujeto y
de la cualidad, mientras que el negativo produciría que la autoestima del
sujeto disminuyese y que la cualidad o aptitud sobre la que se actúa disminuya
o incluso desaparezca.
El caso es que nunca antes había jugado
tan bien como en aquel campeonato y jamás volví a hacerlo, aunque también es cierto que desde entonces he jugado
muy poco, apenas un par de veces al año. Además, cuando juego me acuerdo de
todas esas cosas que antes sabía hacer como retrocesos, corridos, saltos y todo
tipo de efectos, y que ahora ni siquiera intento pues sé que lo único que voy a
obtener es un fiasco y, si además digo que antes lo hacía con relativa
facilidad, hasta poder parecer presuntuoso. Pero todo esas cosas que yo sabía
hacer, también sabían hacerlo bastantes de los que jugábamos asiduamente en el
billar del pueblo. Sin embargo, en aquel campeonato sólo yo tenía un compañero
que, aparte de jugar medianamente bien, creía ciegamente en su compañero y le
hizo jugar como nunca antes había jugado y como nunca después volvió a jugar.