Cualquiera que me conozca bien
sabe que no creo en “el destino”. Es más, considero que achacar al destino la
explicación de cualquier acontecimiento más o menos azaroso me parece el más
paupérrimo argumento que se puede exponer, aunque reconozco que me gusta
emplearlo en esas circunstancias de forma sarcástica o irónica delante de gente
que cree en él.
Recuerdo una conversación que
tuve en casa de mis tíos paternos, hace ya muchos años, y que tuvo unas
consecuencias muy desagradables para mí. En ella mis tíos y mis primos hablaban
de un vecino suyo que había fallecido tras ser atropellado al salir de casa y
lo achacaban al destino con las connotaciones religiosas de que estuviéramos
predestinados. Yo, evidentemente, refuté esos argumentos tan paupérrimos y lo
achaqué a la causalidad y a la falta de explicación más allá de las propias
causas físicas producidas por un choque entre un cuerpo más fuerte contra uno
muy frágil, que depararon el fin de la existencia de una persona querida, ante
la desaprobación de mis primos y la reacción desmesurada de mi tío político.
Igualmente, a lo largo de mi vida
he sido partícipe de numerosas conversaciones en las que el interlocutor
achacaba al destino algunos de los sucesos vividos o padecidos cuando éstos
habían sido críticos o casuales. Para mí, siempre que la importancia del suceso
lo permitiese, era inevitable darle motivos más razonables que la existencia de
una fuerza desconocida, que pudiera regir parte de nuestras vidas.
Eso es así constantemente. Cuando
no se encuentra una explicación razonable a una gran ganancia o pérdida, se
busca una explicación fácil y mística. Tal y como comenté en la entrada “Las
circunstancias de la vida”, a lo largo de nuestra vida nos encontramos con
numerosas situaciones en los que el azar juega su baza, a veces de manera muy
notable y otras de manera más tenue, con una influencia más o menos importante
en nuestra vida. Ante estos acontecimientos más o menos casuales, la
explicación más fácil y pobre que se suele dar cuando la influencia de éstos es
muy notable es que ha sido cosa del destino, algo que me irrita enormemente.
Según el diccionario de la R.A.E.
el destino es esa fuerza desconocida que se cree obra sobre los hombres y los
sucesos. También se define como “Circunstancia de ser favorable o adverso un encadenamiento
de los sucesos, a personas o cosas”.
Lo que sucede es que no
ponderamos de igual manera los sucesos. Si se nos escurre un plato de cerámica,
no se piensa en que ése era el destino del plato, sino en que una falta de
concentración por nuestra parte ha hecho que el plato se desplomara hacia el
suelo con su consecuente destrucción merced a la fuerza gravitatoria. Pero
cuando un peatón cruza de manera imprudente y es arrollado por un vehículo, o
viceversa, un conductor imprudente arrolla a un peatón, al ser su pérdida tan
dolorosa para su círculo querido, la asunción de no poder volver a verlo hace
buscar explicaciones en casusas no racionales. Idéntica forma de razonar se
suele tener, de forma generalizada, para explicar otros sucesos más positivos,
como el haber conocido a una persona muy afín de la que no se puede prescindir
por distintas cuestiones sentimentales, o el haber tenido un triunfo afortunado
en cualquier campo.
Me hace gracia, o más bien me
causa cierta preocupación, el escuchar a alguien que con total convicción te
dice que cree en el destino, en que va a encontrar a su media naranja.
Igualmente me pasa con aquellos que piensan continuamente en que el destino les
deparará un gran logro en la vida. Sería mejor optar por argumentos más sólidos
como el hecho de afrontar la vida con optimismo y que eso conllevará el obtener
una persona totalmente afín a él o ella, (que seguramente acabará siendo la
“media naranja” por conformismo o por rebaja de las expectativas iniciales, no
por estereotipo previo), o el alcanzar alguna de las metas marcadas. Entiendo
que en esos casos se pueda sustituir el optimismo con el que se afronta la vida
por argumentos insustanciales, pero sin que entren en funcionamiento otros
parámetros.
En los casos más adversos no
queda más remedio que solidarizarse con el interlocutor, aunque eso no quiere
decir que comparta la argumentación del “destino”. Tampoco puedo aceptar que
alguien que haya fracasado continuamente en algo esté predestinado a fracasar.
Siempre hay factores responsables de toda causalidad, por lo que con análisis
se puede llegar a buscar esas explicaciones que quien clama al “destino” quiere
obviar, por lo que es posible que acabe reincidiendo en el fracaso. En los
casos más tremendos e irremediables, precisamente por lo duros o traumáticos
que son, nos limitamos a penar por la asunción de la pérdida y ahí sí que es
más difícil pararse a exponer explicaciones racionales. Ahí al destino se le
puede emplear como excusa, como chivo expiatorio o como complemento de las
creencias de alguno.
En definitiva, que si queremos,
todo tiene una explicación terrenal. Lo que pasa es que al ser humano le gusta
muy a menudo convivir con el misticismo y creer en fuerzas ocultas que velan
por nosotros. Como la suerte o los acontecimientos aleatorios son ingobernables,
se recurre a entes como pueden ser el destino, la superstición o los distintos
seres no terrenales extraídos de las distintas religiones. Son los aliados que
se utilizan para que las vidas propias mejoren, para tener ventaja con el resto
de los mortales o mejoras en los distintos aconteceres diarios.
De lo que sí que estoy más cerca
es de la definición de “destino” que se la atribuye a Shakespeare: “El destino
es el que baraja las cartas, pero nosotros somos los que jugamos”. Algo
parecido a la frase final de la saga “Regreso al futuro” donde se dice “Tu
futuro no está escrito, tu futuro es el que tú mismo te hagas”, con la
limitación de las cartas repartidas a las que, supuestamente, hace referencia
Shakespeare.
La única vez que he visto tambalearse
mi argumentación fue cuando vi un documental acerca de la historia de la
Fórmula 1. El 10 de septiembre de 1961 se produjo el accidente más grave de
toda la historia de la Fórmula 1. El alemán Wolfgang Von Trips, de 33 años de
edad, partía con la “pole-position” e iba líder del Mundial. Si subía al pódium
del G.P. de Italia se proclamaba campeón del mundo a falta de una carrera. En
la segunda vuelta el escocés Jim Clark tocó con su Lotus al Ferrari del alemán,
que fue a chocar con una tribuna del circuito de Monza incendiándose su coche
en el acto. Murieron él y 15 espectadores que presenciaban la carrera. Lo
curioso de todo ello es que Wolfgang Von Trips, independientemente de si se
hubiese proclamado campeón del mundo o no, tenía previsto volar ese mismo día
rumbo a Estados Unidos, (para preparar el último G.P.). El avión se estrelló
sobre Escocia no registrándose ningún superviviente. Así es difícil llegar a
los 34, Wolfgang. Eso sí, si cabe alguna consolación, acabó siendo subcampeón
del mundo a título póstumo tras su compañero de equipo el estadounidense Phil
Hill, que ganó aquel fatídico Gran Premio.
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