Siempre me sorprende la gratuidad
con el que la gente da consejos. En cuanto alguien tiene un problema, en lugar
de escucharle y ayudarle a que él por sí mismo encuentre la solución o una canalización
más óptima a su problema, se le aconseja. Supongo que, como la facultad de
ayudar suele ser más costosa, ya que implica soportar las quejas de quien tiene
un problema, la manera más sencilla de salir del paso es aconsejándolo. Peor
aún es cuando la gente da consejos no pedidos. A veces me da la sensación que
allá donde vayas te vas a encontrar siempre con alguien que quiere imponer su
voluntad sobre el resto a base de consejos no solicitados ante comportamientos
que ve, argumentos que escucha o extractos de la vida de terceros.
Los consejos se dan en virtud de
las experiencias propias vividas pero no tienen por qué adecuarse a las
necesidades de quien los recibe, pues aunque la situación pueda ser idéntica,
los protagonistas son diferentes y las soluciones o las maneras de afrontar
ciertas situaciones no suelen ser universales para todos. Además, creo que en
la gran mayoría de los casos, los consejeros no se aplican a sí mismos los
consejos que dan, lo que me ratifica aún más en lo expuesto acerca de la
gratuidad con que se dan. Un consejero debería ser consecuente con la máxima de
Tales de Mileto cuando expuso “Toma para ti los consejos que das a otro”, pues
siempre he creído que el practicar con el ejemplo es más didáctico. Sólo con
eso nos evitaríamos tener que soportar toda esa retahíla de aprendices de
consejeros, pues en la mayoría de los consejos recibidos, sabemos de antemano
que quien los está dando no se los aplicaría a sí mismo si estuviera en nuestra
situación, muy a pesar del famoso “Yo, en tu caso…” que suele ser como comienza
un consejo.
Un día escuché a mi inseparable amigo
Marcos decir que “los consejos son como las patadas en los cojones, que es
mejor darlos que recibirlos”. Aun no siendo suya esa frase, reconozco que es la
que utilizo cuando alguien me da un consejo que no he pedido y más aún cuando
creo que el consejero no es la persona más adecuada para hacerlo, bien porque
sé que es un consejo que él mismo no se aplica, porque es un consejo que da
para beneficio propio o porque es un consejo que no se adecúa a mi situación o
a mi forma de ser. Aún así, sí que creo que la frase del poeta italiano Arturo
Graf es bastante acertada: “Escucha bien el consejo de quien sabe mucho, pero
escucha sobre todo el consejo de quien te quiere mucho”. Si se busca consejo no
hay como dejarse aconsejar por quien por sabiduría puede ser objetivo en el
asesoramiento, así como del círculo de personas más queridas que, por empatía y
cariño, van a intentar ser lo más acertados posibles con toda recomendación que
hagan.
Según la R.A.E. un consejo es “un
parecer o dictamen que se da o toma para hacer o no hacer una cosa”, por lo
tanto, incluso por definición, no deja de ser una opinión de un interlocutor.
Evidentemente no voy a ser crítico con quien da consejo solicitado, es decir,
por aquel a quien le piden opinión ante un problema de una segunda o tercera
persona. Con quien soy crítico es, en general, con esa masa de consejeros, que
gratuitamente asesoran como si fueran los portadores de la coherencia, la
exposición, la práctica y la experiencia, esos que reafirman el famoso
proverbio popular que dice “Consejos vendo y para mí no tengo”.
El otro día estuve hablando con
Bea acerca de esto. Aparte de hacerle mucha gracia mi exposición acerca de la
idea que tengo sobre este tema, me comentó que, por lo general, a la gente no
le gusta nada oír acerca de desgracias, problemas o insatisfacciones ajenas y
que igual que se suele rehuir de preguntar a alguien acerca de cómo le va
cuando se tiene la sospecha de que la respuesta no va a ser la deseada o
estándar en estos casos, cuando alguien expone un problema es más fácil darle
un consejo, para zanjar cuanto antes la situación indeseada, que escucharle y
ayudarle a encontrar una solución, aceptación, encaminamiento o alivio a dicho
problema, porque esto supondría un esfuerzo o unas habilidades mayores, ya que
habría que escucharlo para propiciar el desahogo y, si se tiene facultad para
ello, encaminarlo a encontrar por sí mismo una reacción a la situación, con
técnicas como la mayéutica, (propia de los socráticos), o similares.
Es cierto, recurrir a los
consejos es una buena solución cuando no se tienen habilidades o ganas para
ayudar a alguien a resolver un problema, dilema o situación adversa. Lo asocio
a esos casos de cierta gente que recurre continuamente a los refranes para
describir ciertas situaciones cuando su dialéctica no es lo suficientemente
cualificada como para hacerlo sin utilizar dicho recurso.
En definitiva, que supongo que si
soy tan reacio a los consejos es precisamente porque apenas he recibido buenos
consejos en mi vida o porque, si los he recibido, no se aplicaba a lo que
necesitaba en ese momento. Eso no quiere decir que no los haga caso, aunque
tampoco quiere decir que los siga, pero los suelo recordar, al menos a corto
plazo, y la mayoría de ellos me han sido inservibles o poco aplicables, no sé
si por inadecuados, porque me han mal aconsejado o porque no he sabido aplicar
los consejos dados. Por eso mismo me cuesta tanto aconsejar a alguien que me
pide consejo y nunca aconsejo a quien no me lo pide, salvo que quiera advertir
a alguien de algo que me afecta directamente. Ya lo dijo Oscar Wilde: “Los
buenos consejos que me dan sólo me sirven para traspasarlos a otros”.