Recuerdo que la primera vez que
estuve en la ciudad de Cádiz. Lo hice aprovechando unas vacaciones de Semana
Santa, (todavía en mi época universitaria), que pasé con mis amigos Marcos,
Jesús, Tomás y Pedro en Zahara de los Atunes. El mismo viernes, tras pasar el
día viendo la zona sur de la provincia de Cádiz, intentar pasar a Gibraltar,
algo que no pudimos culminar por nuestra aversión a ir identificados, y hacer
paradas en Bolonia, Tarifa y Algeciras, decidimos ir a pasar la noche a Cádiz, a
sugerencia de Marcos, pues era una ciudad que asociábamos a la buena fiesta y
al divertimento. De aquella noche recuerdo principalmente dos cosas. Una es que
estuvimos recorriendo todos los bares de Cádiz para ver si encontrábamos uno
sólo que tuviera la cafetera encendida para que Pedro se tomara un café, pues
por entonces, Pedro no era persona si no se tomaba una café después de cenar. De
esa experiencia deduje que en Andalucía la gente no se toma un café después de
cenar, algo que es bastante frecuente en Castilla antes de salir de fiesta. La
otra cosa que recuerdo es que ir de fiesta a Cádiz un Viernes Santo es la peor
idea del mundo, algo en lo que no reparamos ninguno de los cinco ateos que nos
refugiábamos en Zahara de los Atunes para huir de la Semana Santa y de la toda
la religiosidad y parafernalia propias de otras épocas inherente en esas fechas
en este país de castañuela.
La verdad es que ése ha sido sin
duda el café más famoso que Pedro se haya tomado nunca y eso que se tomará unos cuantos cada día, no
más que cervezas, pero dicha anécdota se la hemos recordado en múltiples
ocasiones con el irónico reproche en el que siempre envolvemos este tipo de
anécdotas, siempre acompañada de la ocurrencia de Marcos de ir a Cádiz de
fiesta en Viernes Santo, aunque eso es algo de lo que todos fuimos
responsables, pero es más gracioso si se le carga la responsabilidad a alguien.
Para Pedro, ese café era una dependencia
adquirida, un hábito necesario o una necesidad psicológica, lo que podría
denominarse una cuasi-necesidad, pues aun no siendo una condición indispensable
para su vida, sí que se trataba de una necesidad social adquirida que dominaba
una gran parte de su conducta y que surgía de un condicionante situacional.
Evidentemente todos tenemos estos
tipos de dependencias adquiridas que muchas veces pueden ser pequeñas manías,
adiciones o hábitos, que resultan no ser tan pequeñas cuando se ha de
prescindir de alguno de ellos.
Con este tipo de necesidades no
se nace. Son necesidades que se adquieren y no suceden sin ser ocasionadas.
Cada persona moldea continuamente su forma de ser y de actuar, de acuerdo
a las influencias que recibe del medio
que le rodea, al entorno social y a la propia forma de ser, según se va construyendo
o moldeando la propia identidad y el estilo de vida personal o propio. Según se
construye nuestro sistema de creencias y
valores, que definirá la actitud con la que afrontaremos la vida y el rol que
desempeñaremos socialmente y que estará presente en toda situación o actividad
que llevemos a cabo, pudiendo ser modificado por las exigencias de las
circunstancias particulares, se van construyendo o adquiriendo, de forma
paralela, nuestros hábitos, costumbres o dependencias que formarán parte de esa
personalidad propia y que moldearán nuestras actitudes ante determinadas
circunstancias.
Los valores, ideas, sentimientos
y experiencias significativas definen los hábitos y las dependencias de cada
persona. Por lo tanto, estos hábitos se crean, no se obtienen por herencia
genética, se pueden volver necesidades y nos llevan a realizar acciones
automatizadas que, ante circunstancias adversas y con el propósito final de
llevar a cabo ese determinado hábito, puede modificar considerablemente nuestra
actitud ante unas determinadas circunstancias o situaciones.
Pequeñas adiciones como el
tabaco, el café, el alcohol, el uso abusivo de determinadas tecnologías, pequeños
hábitos que llevamos a cabo repetidamente en momentos puntuales del día de
forma inflexible, incluso el ejercicio puede considerarse una adición cuando es
un hábito muy necesario debido a la descarga de endorfinas que provoca a quien
lo pone en práctica, acaban siendo dependencias sin las cuales se trastorna
nuestro proceder rutinario hasta el punto de poder llegar a padecer una
ansiedad propia de un síndrome de abstinencia. Psicológicamente, estas
necesidades surgen y activan el potencial emocional y conductual ante la
aparición de los incentivos satisfactorios de la necesidad, debido a la tensión
que conlleva el no poder poner en práctica dichos hábitos regulares.
Yo, como todos, tengo las mías.
Cuando llego a casa después de salir de trabajar tengo que fumarme el cigarro
que marca el comienzo del tiempo libre. Sin ese cigarro, las tardes no parecen
ser las mismas y mi cuerpo y mi mente me recuerdan que hay algo que está
transcurriendo de diferente forma hasta provocar que esté más pendiente de esa cuasi-necesidad
que del resto de cosas que están aconteciendo o que estoy llevando a cabo.
Consciente de ello, suelo ser complaciente con las manías de los demás, siempre
que no me afecten considerablemente, pues seguramente esa pequeña manía pueda
ser una dependencia adquirida.