lunes, 11 de junio de 2012

EL DELTA DE DIRAC

Quién me podría decir a mí, que el delta de Dirac iba a ser el protagonista en uno de mis momentos más críticos de mi vida, enfocada desde una evolutiva pre-profesional.
Por lo que recuerdo, el delta de Dirac era un método de resolución de funciones transformadas de Laplace, que eran a su vez algo así como el siguiente escalón evolutivo en la escala matemática tras las ecuaciones diferenciales que, a su vez, venían a ser algo así como  introducir funciones derivadas en lugar de incógnitas en las ecuaciones convencionales.
Más tarde de este episodio de mi vida descubrí que Paul Dirac fue un físico cuántico que compartió un Nobel de Física (el de 1933) con mi “amigo” Schrödinger, viejo conocido mío en Bachillerato, el mismo que propuso el experimento mental del gato de Schrödinger a Albert Einstein, que puso de los nervios posteriormente a Stephen Hawking.
El caso es que aquel curso osé matricularme en todas las asignaturas que me quedaban para terminar mis estudios universitarios. Nueve asignaturas ni más menos, todas las que me quedaban. No tenía más remedio debido a que la llegada de lo que llamábamos “plan nuevo” que no era más que la implantación de la Ley de Reforma Universitaria, -aquella que transformaba las asignaturas en créditos y que en el 90 nos sacó a los estudiantes a la calle para protestar un día sí y otro también en contra de las intenciones del gobierno socialista de entonces y que logró incluso que en nuestro instituto creáramos el Sindicato de Estudiantes Libertario que acaparó al año siguiente la totalidad de los representantes de alumnos en el consejo escolar-, estaba acosándome y desposeyéndome de todas las convocatorias que me quedaban disponibles, ya que ese iba a ser el último año en el que nos pudiéramos examinar según el plan antiguo de las tres asignaturas que me quedaban del penúltimo curso.
Mi objetivo era aprobar esas tres asignaturas, por activa o por pasiva, y todas las que pudiese aprobar del último curso. Lo que tenía claro es que cambiarme al plan nuevo no lo iba a hacer ya que supondría prácticamente volver a empezar de nuevo, puesto que no me convalidarían ni la mitad de todo lo aprobado hasta entonces. Fracasar en dicha empresa supondría replantear mi futura carrera profesional. Realmente era consciente de que estaba deslizándome por el filo de la navaja en una carrera contrarreloj, pero los retos son para afrontarlos. Si no apuestas a todo o nada a los veintitantos, no lo harás nunca.
Aquel año no fue muy diferente al resto. Nuestro piso de estudiantes solía tener los habituales visitantes diarios y de fin de semana que otros años y las noches en la que al volver a casa nos encontrábamos con alguno de nuestros más significativos vecinos yendo todo engalanados de camino a cumplir con su obligación dominical de buen católico, eran iguales de numerosas. Lo único novedoso fue algún asunto judicial que tuvimos que tratar con la dueña del piso que quería quitarnos del medio porque consideraba que nuestras condiciones no eran las que marcaba el mercado. Afortunadamente, la justicia se puso de nuestra parte después de vivir esperpénticos episodios con ésta y su peculiar abogado delante del juez de turno, algo que nos dio para muchas y muy divertidas tertulias.
Como ya se intuye, ese año realicé un esfuerzo similar a años anteriores y logré cumplir en Junio con un tercio de las asignaturas totales y también de las vitales. Se presentaba un duro verano que provocó entre otras cosas, mi iniciación en el, por entonces, respetuoso vicio del tabaco, que desgraciadamente aún mantengo, por culpa de las partidas de mus a las que fui asiduo en las sobremesas veraniegas para desconectar del estudio y la presión. Con ello cayó el último bastión, pues era el único de los cinco que vivimos juntos en aquel piso, que durante cinco años compartimos en la plaza Poniente de Valladolid, que no fumaba.
Llegó Septiembre y los exámenes de las tres asignaturas que preparé con más esmero habían salido casi perfectos. Si no había ninguna sorpresa tendría tres asignaturas pendientes para liquidar mis estudios universitarios, por lo que podría afrontar el proyecto fin de carrera e incorporarme a un mercado laboral que estaba poniéndose a punto de caramelo después de las crisis de los 90, en la que vi como la mayoría de mis amigos que no se habían incorporado a la Universidad habían pasado grandes temporadas desempleados sin oportunidad alguna de abandonar el nido familiar.
Pero saltó la sorpresa. No estaba en la lista de aprobados de la asignatura de Ampliación de Matemáticas, (curioso nombre después de haber cursado Cálculo, Álgebra, Cálculo Infinitesimal, Sistemas Lineales…). Acababa de conocer el fracaso en persona. No lo podía creer. El mayor proyecto que había afrontado hasta entonces en mi vida parecía llegar a un destino cruel. Eso no podía terminar así, tenía que ver con mis propios ojos cuál había sido la causa de mi fracaso, por lo que antes de afrontar la realidad y decepcionar a mi entorno, busqué por todos los medios disponibles la manera de contactar con el profesor de dicha asignatura para comprobar qué había fallado y cómo podía ser posible que no hubiera superado una prueba casi vital para la que tanto me había preparado y de la que tan convencido había salido de haber superado. La guía de teléfonos y una cabina fue la que me posibilitó la cita para el día siguiente con el que parecía que iba a ser el juez de mi destino.
Al día siguiente, después de consultar con la almohada y con la que era la chica que por aquella época osaba dormir conmigo todo tipo de trucos rastreros para superar la enorme traba que me separaba de mi objetivo, afronté la cita con dignidad. Nada de caer en la marrullería. Afrontaría el resultado con dignidad, a pesar de que mis planes de futuro se podrían ver severamente perjudicados. Recuerdo que el ver el examen con un cuatro marcado dentro de un círculo en la esquina derecha del primero de los casi diez folios de los que se componía el examen me dio cierta esperanza. Más aún cuando vi como dos ejercicios habían sido completamente tachados, dos ejercicios que sabía hacer prácticamente a ojos cerrados. Tras una toma de contacto con el que ya se había ganado el título de juez de mi futuro próximo, pregunté por la causa por la que el tercer ejercicio había sido tachado. Me preguntó el porqué de haber resuelto el ejercicio de esa manera. Yo le dije que esa letra griega (δ) era una constante y por lo tanto había resuelto el ejercicio por el método de la constante, (el más complejo de todos). Él me preguntó por el delta de Dirac, (uno de los métodos más fáciles de resolución de ese tipo de ejercicios), a lo que le respondí que allí no había ninguna delta, (Δ). Yo había estudiado esa asignatura a partir de un viejo libro de la biblioteca universitaria, el único que quedaba de los incluidos en la bibliografía de la asignatura en el momento que acudí y, unido a que ya no había clases para los alumnos del plan viejo, mi único conocimiento del delta de Dirac era a través de esa grafía. Tras esa conversación y ante las enormes dudas que se estaban vertiendo sobre mi afirmación, lo único que me quedaba era demostrarle a dicho profesor que había un viejo libro cuasi ininteligible en la biblioteca que había denotado dicha función con la delta mayúscula en lugar de con la minúscula para así poder darme como bueno el ejercicio. Según iba a la biblioteca sólo esperaba que a ningún despistado se le hubiese ocurrido pedir en préstamo dicha antigualla en la que yo había basado mi preparación para esa asignatura. Tal y como yo pensaba nadie había osado en aventurarse a ello, el de las ocurrencias estúpidas era yo, por lo que pude demostrar mi argumento, continuar con mis planes de futuro y defenestrar a ese viejo libro fuera de la bibliografía oficial de la asignatura.
Realmente siempre dudé si mi problema fuera con el delta de Dirac en sí o con el desconocimiento del alfabeto griego, con el que ya me estaba familiarizando por culpa de la física y las matemáticas. Yo, que de Grecia conocía gran parte de su historia y casi la totalidad de su geografía, había podido firmar mi primer fracaso mayúsculo por culpa del desconocimiento de su alfabeto y por ser el último en llegar a todos los sitios, en este caso a la biblioteca de la Facultad. Cierto es que iba más a la biblioteca de Derecho, sobre todo en primavera.

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