jueves, 27 de septiembre de 2012

LA DIVISIÓN DEL TIEMPO

Cuando era niño me llamaba la atención la compleja división que la humanidad había realizado del tiempo. Años con 365 días, (366 en los años olímpicos), englobados en 12 meses de longitud no homogénea, días divididos en 24 horas, a su vez divididas en 60 minutos de 60 segundos cada uno, y todo ello con el sistema decimal en vigencia. Me parecía algo muy extraño, complejo e improvisado, pues pensaba, desde un punto de vista más lógico, que con el sistema numérico vigente los días habrían de tener veinte horas diarias, diez para la mañana y otras diez para la tarde, y las horas se habrían de dividir en 100 minutos de 100 segundos, para ser más acordes con el sistema numérico vigente. De ser así, los segundos que yo habría ideado como unidad fundamental de tiempo equivaldrían a 432 milésimas de segundo actuales, por lo que sólo habría que modificar la duración del segundo para adaptarla al nuevo sistema ideado por aquel niño que no entendía dicha división. Cada una de las 20 horas diarias de ese sistema ajustado al sistema decimal equivaldría a 72 minutos de los actuales, por lo que la adaptación podría ser muy posible.
También intenté hacer algo parecido con los meses para que estos fueran más homogéneos, pero ahí la cosa estaba más complicada ya que los 365 días y pico del año son inamovibles, debido a que es el tiempo que la Tierra tarda en completar su órbita alrededor del Sol, aunque sí que pensé en que se podían crear años de 360 días, (con 12 meses de de 30 días o 10 meses de 36), o años de 52 semanas, (con 13 meses de 28 días) y montar una fiesta con los días sobrantes cada año bisiesto. ¡Cosas de la niñez!
Todo ello me provocó una enorme curiosidad que tenía que saciar, por lo acabé buscando en todas las enciclopedias que caían en mis manos para poder comprobar a qué se debía tal desbarajuste en la división que se estaban haciendo de los períodos básicos de tiempo.
Lo primero que descubrí es que el origen de los meses se debe a una relación con la duración del ciclo lunar, que tiene una duración aproximada de 29 días y medio. Fueron los babilonios quienes a partir de la observación de los ciclos lunares idearon las semanas, pues pasan aproximadamente siete días entre la luna nueva y su cuarto creciente, otros siete entre su cuarto creciente y la luna llena, otro siete entre la luna llena y su cuarto menguante y otro siete entre su cuarto menguante y la luna nueva. Había cierta inexactitud en las asignaciones, pues al final de ciclo sobraban uno o dos días, por lo que la cuarta semana de cada ciclo lunar solía tener ocho o nueve días, dependiendo del ajuste necesario. Éste sería el primer concepto de mes de la civilización actual. Fueron ellos, además, como grandes aficionados a la astronomía que eran quienes introdujeron los signos zodiacales y quienes dieron nombre a los días de la semana, correspondiéndose con cada uno de lo que ellos consideraban siete planetas conocidos, asociados a una deidad cada uno. Así nombraron a los días de la semana como Luna, Marte, Mercurio, Júpiter, Venus, Saturno y Sol, de donde derivan los nombres actuales, con la excepción de que Sol, (nuestro domingo, Sunday en inglés), era el primer día de la semana, modificado por la influencia del cristianismo en estándar internacional hace menos de dos décadas por la ISO 8601.
Pero los primeros que funcionaban con la idea del mes actual, es decir, quienes han influido en nuestro concepto de mes, fueron los romanos. Como cada pueblo dividía el año en distinto número de meses en función de unos u otros baremos más o menos influenciados por los ciclos lunares, en el año 46 a.C., Julio César decidió modificar el calendario romano, (que constaba de 10 meses de 30 y 31 días, más otros dos de duración variable en función de los diferentes intereses políticos), dando lugar al calendario juliano. Lo creó basándose en los cálculos del astrónomo alejandrino Sosígenes que cifró la duración anual en 365 días y 6 horas, (sólo se equivocó en 11:09 minutos, lo que supone un error inferior a dos segundos diarios, ¡increíble!). A partir de la duración exacta del año, Julio César realizó ligeras modificaciones en los meses, como que Enero y Febrero pasaran a ser los dos primeros meses del año, en lugar de ser los dos últimos como eran en el calendario romano, motivo por el cual los meses sin nombre (Septiembre, Octubre, Noviembre y Diciembre) no se corresponden con el ordinal que representaban ya que su nombre proviene de ser el séptimo, octavo, noveno y décimo mes del año, respectivamente. Igualmente, cambió el nombre del quinto mes, correspondiente al de su nacimiento, y le dio su nombre, Julio, aparte de añadirle un día que obtuvo de Febrero que se quedó entonces con 29. Más tarde, cuando su hijo hizo lo mismo con el sexto mes, éste pasó a llamarse Augusto y Febrero se quedó con 28 días, (29 en años bisiestos).
Posteriormente indagué en el origen de las horas. Al parecer fueron los egipcios quienes dividieron el día en doce tramos de idéntico tamaño y la noche en otros doce tramos también iguales entre sí. Los egipcios usaban el sistema duodecimal, porque contaban con el pulgar sobre las falanges de los otros cuatros dedos, (doce falanges en total). Evidentemente, las horas tenían distinta duración dependiendo de si era invierno o verano. Durante el día, las horas eran calculadas mediante relojes solares y por la noche mediante el conocimiento de las estrellas. Posteriormente, los griegos idearon un sistema para que las 24 horas del día tuviesen la misma duración, aunque dicho sistema no se implantó hasta la aparición de relojes mecánicos en el siglo XIV. Los “culpables” de que las horas se dividan en 60 minutos y estos en 60 segundos, la tienen los babilonios, que adoptaron el sistema egipcio e hicieron dicha división porque tenían predilección por el sistema sexagesimal, (muy útil en trigonometría).
Así descubrí como dicha división provenía de distintas herencias recibidas de civilizaciones anteriores y que resistieron el paso del tiempo. Es por ello, que el estándar internacional de tiempo, el segundo, ha tenido que ser calculado a partir de dividir el período de tiempo que abarca un día entre las 24 horas de un día, los 60 minutos de una hora y los 60 segundos de un minuto, cuando se homogeneizó la duración de todas las horas del año.
Por todo ello, el segundo se define actualmente como la duración de 9.192.631.770 oscilaciones de la radiación emitida en la transición entre los dos niveles hiperfinos del estado fundamental del isótopo 133 del átomo de Cesio a una temperatura de 0ºK. ¡Increíble! Sí fuera la duración de un tercio de 63.837.720.625 oscilaciones de dicha radiación ya tendríamos la duración de aquella unidad básica de tiempo que andaba buscando ese niño de apenas diez años que ideó un sistema de división de tiempo basado en el sistema decimal, aunque estoy seguro que habrá otro isótopo de cualquier otro metal cuya radiación tenga unas características que se adecúen a esa nueva medición a una temperatura concreta. Es más se podrían añadir las milésimas necesarias para adecuar los 11 minutos y 9 segundos sobrantes a cada año para no tener que ajustar la desviación de tiempo cada fin de siglo.
Pero la tradición es la tradición, así que seguiremos con este curioso sistema de división de tiempo por herencia de las culturas antecesoras a la nuestra. Al fin y al cabo fueron muy meritorias sus aportaciones para los medios con los que contaron.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

EL CONCEPTO DEL AMOR

No deja de ser curioso ponerse a hablar acerca del amor, (entiéndase como el amor entre los protagonistas de una pareja enamorada), con tu ex pareja, la misma persona con la que había compartido más de dos años de mi vida. Así fue y un par de meses después de haber terminado nuestra relación sentimental, ambos estábamos intercambiando opiniones acerca de por qué se quiere a alguien o de por qué nos enamoramos y desenamoramos.
Nosotros siempre nos habíamos definido como una pareja confluente. Para quien no esté docto en el término, el amor confluente es aquel en el que las personas se sienten íntegras y completas por sí solas y las relaciones en las que se involucran vienen a aportarles satisfacción sexual, afectiva y emocional, dándole mayor importancia a la asociación voluntaria. Surge de la mano de las transformaciones sociales que implicó la revolución sexual, como la anticoncepción, la aceptación de la homosexualidad, la mejora relativa de la posición de la mujer en la sociedad y la necesidad de lograr la igualdad entre géneros, la legalización del divorcio o las transformaciones en la familia, entre otras, incluyendo una igualdad en la pareja en cuanto a la idea del dar y recibir a partes iguales. Surgió como contraposición al amor romántico que había de ser para toda la vida, exclusivo, posesivo, incondicional e implicaba un elevado grado de renuncia por parte de ambos miembros ya que en el amor romántico las personas sienten que no están completas sin la persona amada, (la idea de la “media naranja”) llegándose a renunciar a todo por el otro, ya que partiendo de su propia insuficiencia, se desea el encuentro y unión con aquel que se cree ser el complemento para su existencia. Se puede decir que la gran mayoría de las parejas surgidas en los últimos veinte años en nuestro país se rigen por esta concepción de pareja, (la del amor confluente), aunque algunas tengan ciertos matices del amor romántico.
Pero, ¿qué es el amor? Llegar a una conclusión entre tanta literatura barata al respecto es más que complicado y una de las cosas más complicadas que conozco es expresar públicamente nuestras emociones y sentimientos. Aún así lo intentamos y llegamos a una primera conclusión de que se quiere a alguien que nos aporta felicidad y deseo, independientemente de los orígenes de dichos sentimientos, por lo que el amor vendría a ser todo ese compendio de sentimientos hacia otra persona que nos aporta felicidad y deseo. Podríamos haberlo complementado con admiración o con alguno de los preludios del amor romántico, como podría ser la previsión de infinitud de dicho sentimiento en el momento en el que se tiene, pero eso ya era dificultar nuestro nuevo camino hacia la búsqueda por separado de una nueva pareja.
Busqué ideas y opiniones ajenas, pues aunque tengo experiencias como para saber del tema, es bueno saber qué piensa el resto de la gente. Os recomiendo que no lo intentéis. La gente no sabe describir el amor o no se atreve a describir sus emociones y sentimientos delante de otra persona, y se van a preocupar por tu estado emocional si les haces dicha pregunta. Después de las respuestas recibidas encontré el origen de “Si quieres a alguien y no sabes por qué, eso es amor”, frase que sirve de definición a la interpretación de la cultura popular. Es una manera de definir lo que casi nadie sabe o quiere describir. Pero el problema es que yo quiero saber el por qué se quiere a alguien, sin buscar en la poesía pues ésta suele ser una manifestación de la belleza, lo que me manipularía una posible visión objetiva. Seguramente estaba indagando en las razones de mis anteriores fracasos sentimentales y seguramente también cuando nos pusimos a hablar mi ex pareja y yo acerca del tema buscábamos una razón a nuestro desenlace. Pero sí que tenía un interés real en saber cómo lo veía el resto de la gente con la que no había tenido lazos afectivos tan fuertes.
Sí que puedo llegar a la conclusión de que el amor es un sentimiento basado en la atracción de un sujeto hacia otro. Es más, creo que es dicho sentimiento el que provoca felicidad y deseo, e incluso admiración, aunque esto último, por lo que he visto, sólo en algunos casos. Por lo tanto, cuando se quiere a alguien es porque nos aflora este sentimiento.
Me vino el recuerdo de mi época universitaria y de las tertulias diarias de sobremesa que surgían entre los cinco compañeros de aquel piso que compartíamos en la Plaza Poniente de Valladolid con los asiduos visitantes que teníamos. Yo, por entonces, venía a decir que el amor era un cúmulo de intereses que satisfacer con otra persona, como cubrir necesidades físicas y afectivas que no se pueden cubrir con los amigos. Lo basaba todo en el deseo que nos empujaba a la atracción hacia otra persona y que lo que llamábamos amor no era más que la canalización de ese deseo o atracción. Llegué a comparar dicha atracción con un antojo, refiriéndome a dicho deseo, lo que acabó siendo la comidilla de todos los amigos del momento. A partir de entonces, yo no enamoraba ni me sentía atraído por alguien, “me antojaba”, según todos ellos. Evidentemente, me refería a la atracción que surge por alguien cuando aún no han aflorado los sentimientos más sólidos hacia otra persona, posiblemente influenciado por mi alta tasa hormonal, propias de la edad, y por las cortas y escasas relaciones de pareja que había tenido por entonces. Aún así, me sorprendió comprobar lo acertado que estaba por entonces acerca de mi definición del amor, si obviamos “la comidilla del antojo”, por lo efímero de éste. Sólo me faltaba apuntar a la felicidad que se ha de obtener por el hecho de estar con la persona que nos sentimos atraídos o a la que deseamos. Seguramente lo obvié porque era lo suficientemente feliz, como para andar buscándola, pero creo que es la clave del amor, un sentimiento que se tiene hacia otra persona que nos aporta felicidad, independientemente del tipo de sentimiento y del grado de felicidad.
No sé si tengo la definición exacta, pero puedo decir que buscamos el amor, porque buscamos la felicidad. El problema surge al definir el concepto de felicidad, pues la felicidad es un estado de ánimo y no existe la felicidad plena, sino los momentos felices. Pero, el amor no puede ser sólo un simple estado de ánimo. No se habrían escrito tantos textos acerca de un estado de ánimo, por muy maravilloso que este pudiera ser.
Es por ello, que se podría definir el amor como un sentimiento que nos provoca numerosos momentos felices con alguien por el que nos sentimos atraídos y deseamos. La manera en la que se lleve a cabo es algo muy personal, pues los sentimientos y los estados de ánimo son conceptos muy personales.
En definitiva, que estoy dispuesto a seguir buscando una definición más exacta del amor y lo intentaré hacer con la experiencia, que al fin y al cabo, es la madre de la sabiduría, según Leonardo da Vinci, aunque también es el nombre que damos a nuestras equivocaciones, según Oscar Wilde. Los genios pocas veces ayudan salvo que el que más sepa sea el que más se ha equivocado.

martes, 4 de septiembre de 2012

EL ÚLTIMO NÚMERO

En la asignatura de Matemáticas de segundo curso de Bachillerato, ahora cuarto curso de la Educación Secundaria Obligatoria, tuvimos a un profesor que volvía locas a todas mis compañeras adolescentes. Llevaba una eterna barba de tres días que le daba un toque de “look casual” perfectamente estudiado, el mismo que yo llevaba aleatoriamente los martes y los viernes debido a mis hábitos de afeitado, pero a él dicho look le duraba toda la semana. Los calificativos de dicha barba para él eran totalmente grandiosos mientras que para mí se tornaban en despectivos. Parece ser que en ese momento a ninguna de mis compañeras de clase les importaba que dicho sujeto las doblase en edad, cuestión hormonal. Ni pensar quiero en el efecto que provocaba en ellas, aunque me lo puedo imaginar, teniendo como ejemplo el efecto que producía en nosotros nuestra profesora de Geografía que, seguramente, también nos doblaba la edad a todos nosotros.
Recuerdo que ese año hubo varias huelgas de los profesionales de la Educación. Fueron ampliamente secundadas por el profesorado que nos impartía clases ese año, aunque dicho profesor fue uno de los pocos que no secundó la primera de ellas. En dicho día de huelga, antes de comenzar la clase de Matemáticas, un compañero nuestro, “el Nicol”, escribió en el encerado y bien en grande la palabra “ESQUIROL”. Para mí, fue gracioso atender a las explicaciones de dicho profesor de por qué no había secundado la huelga en el que se le había presentado un gran dilema moral entre los convocantes, entre los que estaba su sindicato, y el objetivo de la huelga, que era el gobierno, por entonces en manos del partido socialista. Estaba claro que era socialista y de la UGT, y en este conflicto se había decantado por su partido en lugar de por su sindicato. Evidentemente, no tenía por qué habernos dado ninguna explicación, pero él quiso hacerlo tras ver nuestro pensamiento reflejado en la inscripción del encerado, y lo hizo con aires de disculpas por la decisión tomada. Todos salimos convencidos de que no tenía las ideas muy claras al respecto, aunque el caso es que sí que secundó las siguientes convocatorias de huelga.
Con dicho profesor tuve varias discusiones, (entiéndase discusión como intercambio de opiniones), acerca del concepto de infinito dentro de las series numéricas o de los límites de funciones. En todos los casos en los que nos explicó el concepto de infinito, yo siempre le repliqué que en dichos casos sería más lógico interpretar infinito como “el último número”. Siempre me repetía lo mismo, que infinito era un concepto y que “el último número” no existe, a lo que yo siempre que replicaba que efectivamente por eso, era lo más indicado ya que no había algo más conceptual que ser “el último número”.
Para mí, por entonces, (actualmente también, evidentemente), infinito es algo que no tiene fin y es un concepto aplicable a cosas como el espacio o el tiempo y a sus cuantificaciones. Nunca traté de cambiar dicho concepto, pero sí que creía que en las series numéricas o funciones crecientes, en el que las coordenadas estaban relacionadas por una función del tipo que fuera, se podía realizar esa equivalencia conceptual.
Curiosamente, con el paso del tiempo, descubrí que Aristóteles descartó en su momento un infinito real, aunque está claro que no acertadamente. Igualmente, cuando indagué para ver si se había filosofado acerca del concepto de infinito en series numéricas, lo único que pude encontrar es que el concepto de infinito se introdujo por primera vez en el siglo XVII y se realizó en aplicaciones geométricas. Hasta el siglo XIX no se incluye en la teoría de conjuntos, aunque es de suponer, que una vez que fue introducida en la geometría se aplicaría a las series numéricas, pues es a través de éstas de donde se obtienen mediciones geométricas.
Siempre lo vi cómo un tema del que se había podido filosofar a lo largo de la historia, al fin y al cabo, los primeros filósofos eran multidisciplinarios y abarcaban diversas ciencias, pero se ve que nadie quiso perder el tiempo en algo tan baldío como lo que estoy haciendo yo ahora.
Sin embargo, yo sí que tuve tiempo que perder en dicho precepto filosófico, pues la vida da tiempo para todo, más allá del “pan y circo”. Está claro que si a infinito se le suma, resta, multiplica o divide un número finito, incluso si se le suma o multiplica un número infinito, el resultado será infinito, lo único que podría variar es su signo dependiendo de los casos. Solamente serían irresolubles los casos de resta y división con un número no finito entero. Sin embargo, a nuestro conceptual “último número” no sería posible sumarle ningún número finito positivo ni multiplicarle por un número mayor que la unidad, ya que es “el último número” y perderíamos la conceptualidad de tal rotundidad, nuestro “último número” requiere, (siempre conceptualmente), que no haya ningún cardinal u ordinal a su derecha, algo que contradiría la lógica matemática, pues para eso se ha afirmado que es “el último número”. La mayoría de operaciones que se podrían hacer con él serían de resultado incierto, porque aunque se podría dividir el último número entre cualquier número finito, el resultado sería indeterminado. Evidentemente, si a nuestro último número le restamos uno, obtendríamos “el penúltimo número”, por lo que tendríamos que crear una gran cantidad de nuevos conceptos matemáticos si le andamos restando cantidades finitas, tantos conceptos nuevos como números finitos existentes, (mal asunto, pues hemos llegado a un bucle ya que hay infinitos números finitos).
Vale, han pasado muchos años y he tenido que escribir esta entrada para darme cuenta de la falta de aplicación práctica de mi sugerencia. “El último número” como concepto matemático queda muy bonito y puede parecer una idea estupenda, pero ha sido cuestión de desarrollarla para darme cuenta de que es algo inútil y no tiene aplicación alguna, mientras que infinito, al ser un concepto más abierto, puede ser operativo, ya que infinito abarcaría todo número que está en una dimensión de continuo crecimiento. El concepto del “último número” tendría la restricción conceptual de que no habrá ningún número mayor que él, por lo que se pierde su operatividad al recurrir al absurdo en caso de operaciones que lo incrementasen.
La verdad es que la idea del “último número” siempre me ha parecido un precioso concepto que, aunque inútil para las Matemáticas podría ser aplicado en otros campos. La poesía parece un buen sitio donde ubicarlo, aunque eso va a ser difícil llevarlo a la práctica por alguien tan prosaico como yo. Donaré la idea a algún poeta callejero que haga de aquel romántico proyecto de adolescencia una manera con la que poder deleitar a viandantes con frases del tipo “eres tan inalcanzable como el último número” o “lo nuestro es tan irreal como el último número”, (ya he dicho que lo mío es la prosa).
Lo que me pregunto es, ¿todo esto no debería habérmelo demostrado en su momento aquel profesor de eterna barba de tres días que deleitaba a las nenas? Me había ahorrado estar dando vueltas a la idea perdiendo el tiempo en pensamientos banales y que tú, ahora mismo, estuvieras leyendo algo más interesante.