miércoles, 14 de agosto de 2013

EL TEOREMA DE PITÁGORAS

En sexto curso de Educación Primaria tuvimos de profesor de Matemáticas a don Román. Natural de Llodio y afincado en Aranda, el primer día de clase nos dijo que el alumno sólo podía optar del cero al ocho, porque el nueve era para el profesor y el diez para Dios. Para todos nosotros fue un claro propósito de intenciones de que la metodología de enseñanza que íbamos a padecer iba a ser muy semejante a la que tiempos atrás tuvieron nuestros padres, esa metodología que se englobaba bajo la famosa máxima de que “la letra con sangre entra”, aunque en este caso iban a ser los números.

Con estos antecedentes y el comenzar el temario con los conjuntos y sus propiedades hizo que desde un primer momento no me viera muy en sintonía con la asignatura, a pesar de que mi perfil académico ya prefería más los números que las letras. Por entonces me sentaba junto a Marcos al final de la clase, lo que nos permitía desconectar un poco y hablar más de lo permitido, lo que propiciaba que fuéramos los que más probáramos los métodos que don Román utilizaba para sus particulares reprimendas. Fue capaz de dejarnos las muñecas doloridas a ambos para el resto de la clase con solo atajarlas entre sus dedos índice y corazón y apretarlas con un ligero movimiento oscilante. Nos lo hizo al unísono, a uno con cada mano. El caso es que con estos antecedentes suspendí el primer examen que suponía el 50% de la primera evaluación, algo inédito para mí y más aún en Matemáticas. Además, por entonces aproximadamente, Marcos y yo fuimos separados pues a ningún profesor le agradaba que nos sentáramos juntos, poniéndonos a ambos sin compañero al lado.

La segunda parte de la evaluación comenzó con las operaciones entre fracciones y los cálculos del mínimo común múltiplo y el máximo común divisor, lo que suponía hacer la descomposición numérica, algo más adaptado a mis cualidades, pues siempre se me dio bastante bien el cálculo matemático. Fue entonces cuando comencé a demostrarle al profesor que no era un patán en dicha asignatura. Al final llegó el segundo examen de la evaluación, lo realicé en apenas la mitad del tiempo que teníamos, lo revisé para asegurarme que tenía más del siete que necesitaba para no suspender y lo entregué ante la sorpresa de bastantes compañeros y de don Román incluido, que automáticamente lo revisó para ver si me había dado por rendido. En apenas un minuto, cambió la cara, asintió y me dijo en voz alta: “Sí señor, un diez”. Yo, con cara de satisfacción repliqué “Bien, he aprobado” y él contestó para todos “al que me saca un diez en un examen no le hago la media”.

A partir de ahí pasé de estar en el grupo de los que don Román no tenía en consideración, a estar en el grupo de los más considerados, incluso podría decirse que el más considerado, todo ello a pesar de que Juan Pedro también sacó un diez en aquel examen, salvo que su diez pasó más desapercibido por haber sido corregido su examen junto a todos los demás.

Unos meses después, las clases de Matemáticas para mí ya no eran el suplicio que era para muchos de mis compañeros, que tenían que seguir probando las dotes de don Román, que yo ya había probado durante el primer mes de curso. Tanto me relejé que osé durante sus clases proseguir con el diseño de clubes de alterne, proyecto imaginario llevado a la práctica por aquel entonces entre Antonio y yo, con la que pasábamos ratos muy divertidos. En el diseño estrella del proyecto me pilló la explicación del teorema de Pitágoras. Mientras atendía la clase seguía modificando el diseño de nuestro Megaclub y explicándole a Antonio las modificaciones que había hecho cuando, de repente, don Román se puso a preguntar a todos acerca del teorema recién explicado. Nadie logró contestar correctamente a las preguntas que hacía por lo que finalmente me preguntó a mí. Ante la incorrección de mis respuestas volvió a comenzar la explicación del teorema, algo que supuso gran alivio para mis compañeros, pero que a mí me encasilló definitivamente como el “enchufado” de don Román.

Como es sabido el teorema de Pitágoras calcula la relación que existe entre los lados de un triángulo rectángulo de tal forma que el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma del cuadrado de los catetos, donde la hipotenusa es el lado más largo, (el opuesto al ángulo de 90º que ha de tener cualquier triángulo para ser considerado como rectángulo) y los catetos son los lados más cortos, (los adyacentes a dicho ángulo).

Dicho teorema tiene una gran aplicación para la Trigonometría ya que cualquier triángulo puede ser dividido en triángulos rectángulos. Así, un triángulo acutángulo puede dividirse en dos triángulos rectángulos y un triángulo obtusángulo puede dividirse en tres. Igualmente sirve para el cálculo de las diagonales de cuadrados y rectángulos, y distintos componentes de otras figuras geométricas más complejas de dos y tres dimensiones. Su demostración gráfica más trivial se puede ver en la siguiente figura.


Anteriormente  a Pitágoras, (que vivió en el siglo VI a.C.), en Mesopotamia y el Antiguo Egipto se conocían ternas de valores que se correspondían con los lados de un triángulo rectángulo, y se utilizaban para resolver problemas referentes a los citados triángulos. Sin embargo, no existe ningún documento que exponga teóricamente su relación. La pirámide de Kefrén, construida hacia el siglo XXVI a. C., fue la primera gran pirámide que se construyó basándose en el llamado triángulo sagrado egipcio, de proporciones 3-4-5, el triángulo rectángulo más básico con números enteros.

El caso es que pasé el resto del curso sin ningún sobresalto más, dejando estas actividades extra-escolares para otras clases de profesorado menos exigente. Sólo tuve uno pequeño cuando el Real Madrid perdió la liga en Valencia, en el último partido de liga, en beneficio del Athletic de Bilbao, algo que me sirvió para picar un poco a don Román, ferviente madridista, que no se había tomado muy bien dicho acontecer. Aún así, acabé logrando Sobresaliente en Matemáticas, como buen “enchufado”, aunque dicho enchufe fuera muy a pesar mío.

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