jueves, 1 de agosto de 2013

LA CAUSALIDAD DEL DESTINO

Cualquiera que me conozca bien sabe que no creo en “el destino”. Es más, considero que achacar al destino la explicación de cualquier acontecimiento más o menos azaroso me parece el más paupérrimo argumento que se puede exponer, aunque reconozco que me gusta emplearlo en esas circunstancias de forma sarcástica o irónica delante de gente que cree en él.

Recuerdo una conversación que tuve en casa de mis tíos paternos, hace ya muchos años, y que tuvo unas consecuencias muy desagradables para mí. En ella mis tíos y mis primos hablaban de un vecino suyo que había fallecido tras ser atropellado al salir de casa y lo achacaban al destino con las connotaciones religiosas de que estuviéramos predestinados. Yo, evidentemente, refuté esos argumentos tan paupérrimos y lo achaqué a la causalidad y a la falta de explicación más allá de las propias causas físicas producidas por un choque entre un cuerpo más fuerte contra uno muy frágil, que depararon el fin de la existencia de una persona querida, ante la desaprobación de mis primos y la reacción desmesurada de mi tío político.

Igualmente, a lo largo de mi vida he sido partícipe de numerosas conversaciones en las que el interlocutor achacaba al destino algunos de los sucesos vividos o padecidos cuando éstos habían sido críticos o casuales. Para mí, siempre que la importancia del suceso lo permitiese, era inevitable darle motivos más razonables que la existencia de una fuerza desconocida, que pudiera regir parte de nuestras vidas.

Eso es así constantemente. Cuando no se encuentra una explicación razonable a una gran ganancia o pérdida, se busca una explicación fácil y mística. Tal y como comenté en la entrada “Las circunstancias de la vida”, a lo largo de nuestra vida nos encontramos con numerosas situaciones en los que el azar juega su baza, a veces de manera muy notable y otras de manera más tenue, con una influencia más o menos importante en nuestra vida. Ante estos acontecimientos más o menos casuales, la explicación más fácil y pobre que se suele dar cuando la influencia de éstos es muy notable es que ha sido cosa del destino, algo que me irrita enormemente.

Según el diccionario de la R.A.E. el destino es esa fuerza desconocida que se cree obra sobre los hombres y los sucesos. También se define como “Circunstancia de ser favorable o adverso un encadenamiento de los sucesos, a personas o cosas”.

Lo que sucede es que no ponderamos de igual manera los sucesos. Si se nos escurre un plato de cerámica, no se piensa en que ése era el destino del plato, sino en que una falta de concentración por nuestra parte ha hecho que el plato se desplomara hacia el suelo con su consecuente destrucción merced a la fuerza gravitatoria. Pero cuando un peatón cruza de manera imprudente y es arrollado por un vehículo, o viceversa, un conductor imprudente arrolla a un peatón, al ser su pérdida tan dolorosa para su círculo querido, la asunción de no poder volver a verlo hace buscar explicaciones en casusas no racionales. Idéntica forma de razonar se suele tener, de forma generalizada, para explicar otros sucesos más positivos, como el haber conocido a una persona muy afín de la que no se puede prescindir por distintas cuestiones sentimentales, o el haber tenido un triunfo afortunado en cualquier campo.

Me hace gracia, o más bien me causa cierta preocupación, el escuchar a alguien que con total convicción te dice que cree en el destino, en que va a encontrar a su media naranja. Igualmente me pasa con aquellos que piensan continuamente en que el destino les deparará un gran logro en la vida. Sería mejor optar por argumentos más sólidos como el hecho de afrontar la vida con optimismo y que eso conllevará el obtener una persona totalmente afín a él o ella, (que seguramente acabará siendo la “media naranja” por conformismo o por rebaja de las expectativas iniciales, no por estereotipo previo), o el alcanzar alguna de las metas marcadas. Entiendo que en esos casos se pueda sustituir el optimismo con el que se afronta la vida por argumentos insustanciales, pero sin que entren en funcionamiento otros parámetros.

En los casos más adversos no queda más remedio que solidarizarse con el interlocutor, aunque eso no quiere decir que comparta la argumentación del “destino”. Tampoco puedo aceptar que alguien que haya fracasado continuamente en algo esté predestinado a fracasar. Siempre hay factores responsables de toda causalidad, por lo que con análisis se puede llegar a buscar esas explicaciones que quien clama al “destino” quiere obviar, por lo que es posible que acabe reincidiendo en el fracaso. En los casos más tremendos e irremediables, precisamente por lo duros o traumáticos que son, nos limitamos a penar por la asunción de la pérdida y ahí sí que es más difícil pararse a exponer explicaciones racionales. Ahí al destino se le puede emplear como excusa, como chivo expiatorio o como complemento de las creencias de alguno.

En definitiva, que si queremos, todo tiene una explicación terrenal. Lo que pasa es que al ser humano le gusta muy a menudo convivir con el misticismo y creer en fuerzas ocultas que velan por nosotros. Como la suerte o los acontecimientos aleatorios son ingobernables, se recurre a entes como pueden ser el destino, la superstición o los distintos seres no terrenales extraídos de las distintas religiones. Son los aliados que se utilizan para que las vidas propias mejoren, para tener ventaja con el resto de los mortales o mejoras en los distintos aconteceres diarios.

De lo que sí que estoy más cerca es de la definición de “destino” que se la atribuye a Shakespeare: “El destino es el que baraja las cartas, pero nosotros somos los que jugamos”. Algo parecido a la frase final de la saga “Regreso al futuro” donde se dice “Tu futuro no está escrito, tu futuro es el que tú mismo te hagas”, con la limitación de las cartas repartidas a las que, supuestamente, hace referencia Shakespeare.

La única vez que he visto tambalearse mi argumentación fue cuando vi un documental acerca de la historia de la Fórmula 1. El 10 de septiembre de 1961 se produjo el accidente más grave de toda la historia de la Fórmula 1. El alemán Wolfgang Von Trips, de 33 años de edad, partía con la “pole-position” e iba líder del Mundial. Si subía al pódium del G.P. de Italia se proclamaba campeón del mundo a falta de una carrera. En la segunda vuelta el escocés Jim Clark tocó con su Lotus al Ferrari del alemán, que fue a chocar con una tribuna del circuito de Monza incendiándose su coche en el acto. Murieron él y 15 espectadores que presenciaban la carrera. Lo curioso de todo ello es que Wolfgang Von Trips, independientemente de si se hubiese proclamado campeón del mundo o no, tenía previsto volar ese mismo día rumbo a Estados Unidos, (para preparar el último G.P.). El avión se estrelló sobre Escocia no registrándose ningún superviviente. Así es difícil llegar a los 34, Wolfgang. Eso sí, si cabe alguna consolación, acabó siendo subcampeón del mundo a título póstumo tras su compañero de equipo el estadounidense Phil Hill, que ganó aquel fatídico Gran Premio.

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