miércoles, 27 de febrero de 2013

LA OBSOLESCENCIA PROGRAMADA


Unos amigos míos que han fundado la federación local de un sindicato nacional proyectan casi todos los viernes películas y documentales de interés notable en su sede. A finales de Noviembre, cuando estaba de visita en mi ciudad natal aproveche para informarme por la proyección de ese día y comprobé que proyectaban el interesantísimo documental “Comprar, tirar, comprar” que un año antes habían emitida en La 2 de TVE y que ya había visto.
El documental “Comprar, tirar, comprar”, dirigido por Cosima Dannoritzer en 2010, aporta pruebas documentales de una práctica empresarial que consiste en la reducción deliberada de la vida de un producto para incrementar su consumo y muestra las desastrosas consecuencias medioambientales que se derivan. Esto es lo que se ha venido a denominar obsolescencia programada y es el motor secreto de nuestra sociedad de consumo.
El sistema capitalista está basado en el continuo crecimiento, por eso, toda época que no sea de crecimiento es época de crisis por lo que hay que poner en marcha mecanismos que permitan crecer y eso es incentivar el consumo utilizando cualquier artimaña, de ahí que la creación de productos poco duraderos sea una de las claves para que el sistema funcione, a pesar de las terribles consecuencias que pueda traer consigo el consumo ilimitado de recursos limitados, tanto en la permanencia de dichos recursos como en la repercusión sobre el medio ambiente de una ineficiente o inexistente gestión de los desechos.
La obsolescencia programada surge a la vez que la producción en masa y la sociedad de consumo. Con la producción en masa se abarataron los precios, pero se necesitaba mantener el consumo, para mantener la maquinaria en funcionamiento, ya que, de lo contrario, no se podía amortizar la inversión empresarial ni mantener la plantilla laboral.
La primera vez que se implantó tal obsolescencia programada fue en 1924, cuando Phoebus, (cártel de fabricantes de materiales eléctricos), acuerda la limitación de la duración de la bombilla para que se éstas se vendieran con regularidad. Se regula la modificación de su fabricación para que no duren más de mil horas, en lugar de las 2.500 horas que duraban las bombillas de entonces, sancionando a aquellos fabricantes que no lo lograsen.
Posteriormente, en 1934, Bernard London propuso abiertamente la imposición de la obsolescencia programada para así mantener la producción mantenida independientemente de las necesidades, como medida para salir de la crisis de los años 30. Cualquier producto debería ser destruido después de un tiempo de uso legalmente estipulado y se sancionaría su uso posterior. Con ello se mantendría la producción industrial y el consumo. Dicha idea no se llegó a poner en práctica, aunque fue la primera declaración abierta de una práctica inmoral que se pondría en funcionamiento más delante de forma encubierta.
Fue en los años 50, cuando Brooks Stevens introduce de nuevo el concepto de obsolescencia programada mediante la seducción al consumidor y la generación del deseo en éste por poseer algo un poco más nuevo, un poco mejor y un poco antes de lo necesario. Rompe con el enfoque europeo de crear el mejor producto posible para que durara siempre, creando un consumidor insatisfecho con el producto que ha disfrutado, para que lo venda de segunda mano y compre uno más nuevo, porque sea más atractivo, bien por diseño, bien por mercadotecnia, bien por necesidades generadas. Sin embargo, Brooks Stevens no fabrica en ningún momento productos diseñados para fallar, sino que apuesta por una continua renovación de éstos basada en la mejora de la calidad, el diseño y las funcionalidades. Esta filosofía ha sido la que se ha implantado universalmente a partir de ese momento, la mejora y renovación de los productos por otros más actuales o funcionales, para que los anteriores queden obsoletos.
Con la implantación de esta política de producción, pronto se comenzaron a comercializar productos con una vida funcional limitada, es decir, construidos para fallar. Como caso más indicativo de dicha práctica comercial cabe destacar el hecho de que las impresoras actuales suelen llevar un chip que bloquea el funcionamiento de dicho periférico cuando se ha llegado a un número de impresiones concreta prefijadas por el fabricante, aunque el producto pueda continuar operando, obligando al usuario, en la gran mayoría de los casos, a tener que deshacerse del producto que falla para adquirir uno nuevo.
Como curiosidad cabe reseñar que en 1981, ingenieros de una compañía de Alemania Oriental presentaron en Frankfurt una bombilla de larga duración. La idea fue recibida con cierto alarmismo por parte de sus homólogos occidentales que no duraron en advertirles que con esa idea se quedarían sin trabajo. Los propulsores de la idea refutaron dicho comentario advirtiendo de que se quedarían sin trabajo si se acababa el tungsteno. El caso es que dicha bombilla no fue comprada por nadie en Occidente y en 1989 se cerró dicho fábrica.
El último caso y más famoso fue una demanda colectiva contra Apple debido a que el diseño del Ipod de primera generación llevaba incorporada una batería que estaba diseñada para no durar más de año y medio. Además, Apple no suministraba recambio para aquellas baterías que dejaban de funcionar. Al final, la empresa de la manzana mordida tuvo que llegar a un acuerdo para compensar a aquellos consumidores rebeldes que decidieron acudir a los tribunales.
El problema viene a partir de un consumo ilimitado en un mundo con recursos limitados. Los recursos naturales disponibles y energéticos son limitados y la gestión de residuos es ineficiente. La economía del despilfarro está llegando a su fin porque ya no quedan lugares donde poner los residuos. Por poner un ejemplo, la generación diaria promedio de basura “per cápita” es de un kilogramo por lo que se generan siete mil millones de kilos de basura diaria, siendo una vasta cantidad de ésta no biodegradable.
Estamos formando parte de un sistema basado en la producción de productos ineficientes o defectuosos a propósito, lo que genera una sociedad basada en el consumismo y el despilfarro, sin tener un plan de acción que actúe una vez que dicho producto ha sido descartado o sustituido y desechado por el consumidor.
En definitiva, que para mantener en funcionamiento el sistema capitalista, es necesaria esta vorágine consumista que poco a poco está agotando los recursos existentes del planeta. Una vorágine que Mahatma Gandhi resumió en una extraordinaria frase que resumía todo lo aquí expuesto: “El mundo es lo suficientemente grande para satisfacer la necesidad de todos, pero será siempre demasiado pequeño para satisfacer la avaricia de algunos pocos”.

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